A la captura de las auroras boreales. Parte III

Una vez de vuelta en el pueblo y con los pies algo congelados nos dirigimos a la recepción del hostal en busca de la llave de nuestros humildes aposentos. "En la habitación no hay cerrojo -nos respondió sonriente el muchacho- ¡esto es Abisko!" Su razonamiento no me convenció demasiado pero, por lo visto, no había mucho que hacer al respecto, de modo que allí dejamos las mochilas y descansamos un rato.

Cena rápida en la cocina común y en seguida llegó el momento de la excursión más esperada. El tour comenzaba en el otro "extremo" de la aldea y saldríamos en grupo hacia el pie del lago para fotografiar y disfrutar las auroras desde un punto clave. Con la previsión que me caracteriza, había reservado un mono y unas botas especiales para dichas condiciones atmosféricas. Llevábamos capas incontables y lucíamos un aspecto bien peculiar. 

Minutos antes de salir rumbo a nuestro campo base, el guía nos dio las instrucciones oportunas y nos informó sobre las probabilidades de visibilidad de la velada. "Muchos de los que salís hoy lleváis toda la semana aquí y sabéis que ayer disfrutamos de la mejor noche de la temporada, hasta ahora, viendo una arora boreal espectacular -sentenció, tan alegre- así que vamos a ver qué nos encontramos en unas horas." ¿Era broma? El azar nos la había jugado totalmente. Difícilmente íbamos a recuperar esa noche perdida por culpa del maltido retraso en el vuelo de ida.

Con una sensación extraña en el estómago después de semejante noticia, llegamos al lugar seleccionado por el guía. Por suerte para nuestros dedos de pies y manos, había una cabaña con una hoguera donde podíamos resguardarnos del frío de vez en cuando. Montamos el trípode y fuimos haciendo probatinas con la cámara dando tiempo a los ojos, acostumbrándonos a la oscuridad. Al cabo de unos minutos miré al cielo descubriendo una imagen que no olvidaré: ¿Había visto alguna vez tantas estrellas? Claro, siempre están ahí, pero la contaminación lumínica impide apreciarlas. Me tranquilizó pensar que, aunque esa noche no viéramos la aurora, el viaje habría valido la pena.

No habían transcurrido más de veinte minutos cuando vislumbramos unas formas moviéndose en el horizonte. Tenía que ser ella. Al principio eran unos reflejos naciendo detrás de las montañas. En poco tiempo, una franja tenue fluía libremente por encima de ellas. Me sorprendió. La veía azul, un tono leve, delicado. Se movía ágilmente, de una forma muy sutil. Si tuviera que elegir un adjetivo, la describiría como etérea. Lo más interesante del caso era que en las fotografías salía de un verde único. Y es que la interpretación del ojo humano suele ser más pobre que la de la propia cámara, especialmente si es de noche, en total oscuridad. Da mucho en qué pensar. Si ya existen diferencias entre cómo diversas personas ven o interpretan los colores, en este caso salíamos ganando pudiendo apreciar también la perspectiva plasmada desde un medio artificial. 




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